A Laurita le encantaba dibujar con los
lápices de cera. No podía resistirse al placer que le producían con su suave
deslizar sobre el papel, con la brillante estela de color que marcaba su paso.
Lo que más le gustaba del colegio era cuando la señorita Remedios repartía las
ceras y ella podía abandonarse a su pasión, dejando libre la mente, la
inspiración, el alma.
Cierto día, la señorita Remedios
empezó a preocuparse por lo que salía de Laurita cuando ésta se rendía al
irresistible poder de las ceras y el espacio en blanco. En las cuartillas se
repetía irremediablemente una silueta oscura, amenazante, grande y con las
manos largas. A sus pies había manchas rojas rodeando a una figura tendida en
posición fetal. Y en la esquina, como escondida entre grises trazos de sombra,
otra figura más pequeña que las anteriores y cubierta con una constelación de
lágrimas celestes.
Al parecer la señorita Remedios habló
con don Pedro, el director, y éste hizo venir al colegio a otros dos señores
muy simpáticos que se pasaron todo el día jugando con Laurita a las preguntas y
a dibujar con los lápices de cera. Después de eso tuvo que abandonar el
colegio, su casa y su vida, por algo relacionado con la oscura silueta de sus
dibujos.
Para Laurita comenzó entonces una
época feliz. Vivía con su mamá en una casa nueva, pequeña pero acogedora, y
como no tenía que ir al colegio se pasaba horas y horas pintando. La silueta
negra huyó del papel, espantada por flores rojas, casas verdes, vacas violeta,
pájaros rosa, coches naranja, mamás marrones, niñas amarillas…
Con el tiempo volvió al colegio, un
nuevo colegio con compañeros diferentes y una profesora distinta. De nuevo se
le hacían largas las horas entre su llegada a clase y esos momentos finales en
los que doña Silvia repartía los utensilios de dibujo para que los niños
terminaran la jornada relajados. Entonces Laurita se fundía con la fresca
suavidad de los lápices de cera, se desparramaba sobre el papel en forma de
dibujos cada vez más elaborados y bellos, sorprendentes para una niña de su
edad.
Doña Silvia empezó entonces a
interesarse por los dibujos de Laurita. En su pasado hubo trazos de pintora, y
aunque nunca llegó a dominar el arte, sin duda aprendió a distinguirlo y
apreciarlo. Solía pasarse por su pupitre y hacía comentarios acerca de esto o
aquello, e incluso alargaba las clases de expresión artística para que Laurita
se soltara.
Un día doña Silvia le preguntó por una
extraña sombra oscura que había empezado a aparecer en los dibujos. Se la veía
siempre escondida detrás de algo, un árbol, una esquina, una valla. Tenía una
extraña sonrisa blanca pintada en la cara, y las manos grandes, con los dedos
largos y afilados. En esta ocasión Laurita no se atrevió a decir nada y, no
mucho tiempo después, tuvo que cambiar de nuevo de colegio, de casa, de vida… y
hasta de mamá.
Publicado originalmente en la
revista “Punto cultural”
4 comentarios:
Muy bien escrito, se mete en las tripas y se queda allí.
Un placer volver a leerte, compañero.
Muchas gracias, Pedro. Y ahora a ver si nos mantenemos en la brecha como se debe. ;)
Dios mío, qué miedo, ¡¡¡ha vueeelto!!!
XDD
Me alegra leerte again. Un relato redondo.
Y a mí me alegra tenerte por aquí, Morgan. En fin, a ver si esta estapa dura de verdad y se pueden hacer cosillas interesantes.
Un abrazo.
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